** Originally published in the February 2013 issue of Gatopardo magazine, with photographs by Eunice Adorno (gallery here).
* The following is an excerpt. Gatopardo is on newsstands in Mexico now.
Sábado 15 de diciembre de 2012
[11 Ix o 12.19.19.17.14]
Finalmente conseguimos aquí una información clave. En el pueblo llamado Ticul, al sur de Mérida, un poco antes de llegar a Oxkutzcab, vivía un experto en garabatas, como se le llaman a los huaraches en Yucatán. Uno de los curanderos que conocimos en Kambul, Jorge Coronada, nos dijo que el maestro José Ortiz hacía los mejores zapatos de la península. Nos lanzamos para allá.
Un lugar se revela por el carácter de sus caminos: a lo largo del periférico de la ciudad de Mérida —una vía moderna repleta de fábricas y oficinas de gobierno— era común la presencia de la policía, fuerte aunque nunca amenazante. Pasamos por uno de los varios retenes que se instalaron para seguir manteniendo el orgullo de Yucatán: el estado más seguro del país. Al llegar a Umán tomé una calle que nos llevaría al centro, pero se convirtió en un camino cuyo sentido era opuesto al que veníamos. Del otro lado venía un joven en un taxi-motocicleta y cuando nos pasó me miró con desdén y me dijo: "¡Vete a la verga, vato!". Pensé que nunca se puede decir de un lugar que "la gente es tan amable y tan acogedora", porque siempre hay excepciones.
Cuando llegamos a Ticul ya era de noche. El cielo estaba despejado y un mar de estrellas brillaba arriba con intensidad. La luna estaba majestuosa y los caminos entre la selva oscura eran largos y rectos. Este pueblo era como los demás en Yucatán: tenía un mercado, una estación de camiones, zapaterías, tiendas de ropa y de teléfonos celulares, además de casas de piedra de un piso que parecen haberse construido hace veinte o doscientos años. Todos los pueblos de la llanura de la península son iguales; están edificados alrededor de una plaza con una iglesia que parece un fuerte. De hecho, muchas funcionaron como tales: las iglesias de pueblos como Tizimín, Muna y Ticul son altas, con pocas ventanas y están construidas con muros de ladrillo de grandes dimensiones; un recuerdo del pasado, cuando los mayas se resistieron a la conquista española por generaciones —mucho más tiempo que los aztecas.
[Previously, "Incidents of Travel in the Yucatan, Part 1."]
Un viajero del siglo XIX, John L. Stephens, describió a este pueblo como "el perfecto retrato de quietud y descanso". Íbamos en el coche por el centro polvoriento, cuando giré a mi derecha y enseguida me detuve junto a un hombre de mediana edad, que estaba sentado afuera de una zapatería. Buscamos al señor José Ortiz, el zapatero, dije. Aquel hombre tendría unos sesenta años, el cabello blanco y unos extraños ojos verdes y cristalinos. "Él es mi padre", contestó y explicó cómo llegar a su casa.
Unas cuantas cuadras atrás, sobre la misma calle, nos topamos con el taller del señor Ortiz. Había un pequeño letrero pintado a mano junto a un poste de madera que marcaba la fachada de la casa. La puerta estaba abierta, y dentro se veía todo iluminado por un foco fluorescente pegado a una mesa de trabajo, que bañaba la habitación con una luz azul pálida. No había nadie adentro. Tocamos y llamamos a la puerta, tocamos y llamamos. En la ventana de la calle se veía una serie de luces navideñas que formaban un altar a la Virgen de Guadalupe, de esas que vienen con música de villancicos con un solo tono. Poco a poco nos fuimos metiendo y esperamos dentro. Viejas fotografías y mapas colgaban de las paredes, como si no hubieran sido tocados por décadas. Estaba claro que el taller del señor Ortiz era un lugar especial. Me sentí satisfecho por estar ahí.
[Previously, "Incidents of Travel in the Yucatan, Part 2."]
Una mujer pasó por la calle y al vernos preguntó qué estábamos buscando. Un minuto después, José Ortiz Escobedo llegó y se acercó a mí y mis compañeros.
Era un hombre viejo y muy delgado que vestía pantalones y una playera de trabajo. Tenía un rostro bien parecido, moreno, y una nariz triangular puntiaguda. Nos saludó con amabilidad, y pudimos entonces presentarnos. Queríamos ver, le dijimos, las garabatas que vendía. Al principio fue un tanto difícil comprender lo que decía. Tenía noventa años de edad. Su acento maya era fuerte —el turbulento y entrecortado castellano, que hierve en la punta de la boca para luego estallar en sus cus y kas.
El señor Ortiz explicó que no podía vendernos ninguno de los huaraches de piel que colgaban en la pared. Parecían objetos delicados, pero resistentes. "Te pueden lastimar los pies", dijo. Ortiz sólo hace sandalias a la medida. Dijo que podría tomarnos la talla y tendríamos que regresar mañana o el día siguiente, si así lo deseábamos. Me probé un calzado y me quedó perfecto, pero el señor Ortiz insistió en que no nos vendería ni un solo par que no estuviera hecho a la medida. Ni un cinturón, además, aunque también intenté llevarme uno. Por un momento me resultó imposible entender que, a diferencia de la ciudad de México, aquí el dinero no podía comprarlo todo.
[Previously, "Incidents of Travel in the Yucatan, Part 3."]
Le pregunté si había escuchado algo acerca de la supuesta predicción de los mayas sobre el fin del mundo. "Si se acaba el mundo, me voy para Mérida", concluyó.
El señor Ortiz, que no había ido a Mérida en muchos años, nació en esa casa donde estábamos parados, lo mismo que su padre. Ha trabajado como zapatero por más de setenta y cinco años. Se casó a los veintidós, y su esposa aún está viva y tiene la misma edad, noventa. Tienen ocho hijos, aunque sólo sobreviven cinco, y doce bisnietos, dijo. Se puso a traducirnos ciertas palabras mayas como che para madera, o eck para estrella. Los mayas de Yucatán siempre han dicho lo que piensan, dijo. Y como él es un hombre de edad, no fue nada tímido para enunciar lo que pensaba. "Los mayas lo que ven, lo dicen —dijo—. Lo que hablábamos ahora es mestizado, no es la verdadera lengua maya. La verdadera es ofensiva, ofende a la mujer".
"El apellido que tengo no es maya… Es español… Y a pesar de que soy maya porque nací en tierra maya y nuestro estilo es maya, el apellido no lo es".
Le preguntamos qué comía para estar tan sano y despierto: chaya, lechuga, espinaca, rábano, chayote, nada de carne. Se movía por la habitación libremente y usaba sus brazos para hacer énfasis en sus ideas. "Tengo que trabajar —dijo—. Si uno se acuesta, envejece más pronto".
Cuando le pregunté de nuevo sobre el significado del "fin del mundo", contestó que "el sistema de ellos termina. El sistema de los otros, ahorita, es lo que va a terminar. Y empieza lo de los mayas".
[Previously, "Incidents of Travel in the Yucatan, Part 4."]
* English-language posting is forthcoming ...
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