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Este texto, originalmente escrito en inglés y con el título de “Reign Over Me” fue publicado en el número especial sobre la Ciudad de México de la revista culinaria neoyokina, Swallow Magazine. Swallow presentó el número en el DF a finales de junio de este año. Esta traducción se publica cortesía de los editores de Swallow.
Me gusta pasar mis tardes de domingo en el centro de la Ciudad de México. Siento una fascinación particular por los barrios repletos de Tepito y la Lagunilla, domingueando por los tianguis que operan desde antes de la llegada de los españoles.
Voy en busca de las últimas películas de acción en formato pirata de alta calidad. O algo de los puestos de “películas de arte”. Discos con 60 mp3s, cada uno a diez pesos, disponibles en cantidades industriales a cada cuadra. Camisetas de calidad. Jeans. Tenis. Porno. El paraíso de los compradores.
Siempre hay jale en el centro. Todos tienen su jale. El chico que trabaja en el puesto reparando teléfonos y el tipo que maneja el camión destartalado. El que reparte tarjetas para el table y la anciana que mira hacia abajo desde su balcón. Los franeleros apropiándose de lugares de estacionamiento que no les pertenecen. Los policías.
Durante mi primera estancia en el centro, recuerdo que me sentía rodeado por el segmento social más honesto de la ciudad.
Tepito es uno de los barrios más antiguos y con más historia del DF. Entre los hijos nativos están Raúl Macías, el boxeador que acuñara la humilde frase “Todo se lo debo a mi manager y a la Virgencita de Guadalupe”. Jugadores de futbol como Cuauhtémoc Blanco. El Tirantes, ese bailarín de calle trajeado con un bigote espeso y tirantes brillantes que sabe bailar swing, mambo y chachachá mejor que cualquiera en la ciudad. Y no olvidemos a Doña Queta, que mantiene el altar local a la Santa Muerte.
Tepito es ilegal, inseguro y prácticamente autónomo. Todos los días de la semana, excepto los martes, funge como un mercadillo al aire libre, repleto de importaciones ilegales de todo tipo, un lugar donde se pierde la línea entre los artículos de marca y sus falsificaciones. Como dice el más querido refrán del barrio: “Todo está a la venta menos la dignidad”.
Los domingos por la mañana reviso mis bolsillos para evaluar cuánto efectivo me queda después de salir de fiesta viernes y sábado por la noche. Me subo al metro, transbordo en Garibaldi, y bajo una parada después hasta la Lagunilla, o dos más hasta Tepito, la estación que porta un guante del boxeador como su glifo oficial. Las escaleras que bajan a la estación están repletas de puestos; el mercado prácticamente se desborda hacia el subsuelo. Corro hacia arriba, un poco de sudor precompras en la frente, para adentrarme en el barrio bravo.
Cuando llega la hora de comer, me pongo mi cara seria y me abro camino a través de las filas de puestos callejeros, rumbo al oeste hasta un puesto en Matamoros, entre dos locales de DVD. El viejo encargado de la parrilla siempre me mira con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, como si emitiera un mal olor que sólo él puede oler. No importa, aquí se prepara un excelente taco. Bistec, suadero, longaniza, chuleta y tortas de obispo. La torta de obispo es un pedazo de carne de cerdo con hierbas y nueces machacadas adentro, es un plato tradicional de Toluca. Hasta donde tengo entendido, este puesto es uno de los pocos lugares en la capital donde se sirve.
El viejo domina el arte del taco y emplea una serie de estrategias impresionantes que sólo puedo describir como taquear al estilo DF. Fríe las papas en la misma grasa donde se cocina la carne, y luego le echa un puñado de ellas en cada taco. Tiene un enorme recipiente con frijoles de la olla en la mesa para que el cliente complemente su taco al gusto. El caldo de los frijoles se escurre por tu taco, empapando la doble tortilla. Por si fuera poco, puedes acompañar tu taco con una de dos salsas: una roja aceitosa y oscura, con abundantes semillas de chile, o una verde que por alguna razón parece amenazante. Pido tacos de todo tipo, pero invariablemente, siempre termino con "una de obispo".
Entre mordidas, mastico una hoja de pápalo cruda de una cubeta sobre la mesa. Sirve para borrar el paladar y separar los sabores. Me siento en silencio a comer, junto a una familia de extraños que salen a pasear en domingo o junto a un vendedor tatuado con una gorra. El viejo simplemente gruñe cuando llega la hora de pasarle mis monedas. No hay problema. Gracias, murmuro. Ya comí.
Las heridas de mi cruda cósmica comienzan a sanar. La cerveza también ayuda.
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