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Hoy amanecí sintiéndome de la patada. No dormí bien, pasé frío y me desperté con un coraje inútil; además ya no había café en la cocina —horror real—. ¿Qué hacer? En vez de ir al gimnasio a correr o ponerme a trabajar, me puse los tenis y una chamarra y salí a desayunar.
Sólo un destino me iba a solucionar esto: el Piccolina Coffee, en nuestra querida Colonia Centro.
El Piccolina es una pequeñito comedor localizado en mera esquina de Luis Moya y Márquez Sterling, junto a una vecindad tranquila de la colonia. Por dentro, hay una mesa larga compartida tipo diner de Estados Unidos, meseros de los clásicos, sin sonrisas falsas, y un ambiente de purobizness. Aquí vienen a sus desayunos de poder y chismes los oficinistas y funcionarios del Metro, ya que la sede del STC esta a la vuelta, y puros señores del barrio, la gente que sabe lo que es un buen café no por las instrucciones que vienen en las revistas sino por el gusto que se desarrolla a través de décadas de probarlo.
En Piccolina, el café reina. Sus especiales, el Bombón (espresso con cajeta) y el Piccolino (espresso con lechera), son diseñados para prender cualquier muerto mañanero: cargados hasta la madre. También tienen cortados, café con leche, y chocolate, todos sabrosos y espumosos.
Aparte, están los sándwiches. Saludables, simples, los sándwiches en pan blanco (o como tortas si gustas) de huevo, jamón y milanesa tienen una onda amigable. El pan está ligeramente tostado, con tantita mantequilla. Llevan aguacate y jitomate picado por dentro. Con la salsa de chipotle al lado, no puedo no sentirme en presencia de un sándwich de desayuno de la perfección.
Pero esta vez, opté por los molletes, esa gran invención mestiza de confort y sencillez. El bolillo, los frijoles, el manchego y el pico de gallo delicadamente mojado en limón. Y uyy, cómo los necesitaba.
Los molletes los pedí con un café con leche y un licuado de papaya con agua. Cuando ya iba terminando, un joven ciego entró y se me sentó al lado, ofreciendo el “Buenos días” y el “Buen provecho”. Uno de los meseros ya estaba a su lado, y se saludaron de nombre. El amigo sin vista fue pidiendo primero el café que siempre pide su mamá, que estaba por llegar, y luego el de él. Una viejita al lado, también conocida, le empezó a hacer la plática vecinal.
Así, pensé, empieza una buena mañana en el DF.