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Ahora que acaban de pasar las fiestas patrias tuve mucho tiempo para contemplar el antojito al que le tengo más cariño en todo México: el pambazo. Una delicia, un desmadre, con un nombre que prácticamente grita “fiesta”, el pambazo se derrumba y derrite en las manos como un alud que anuncia no la muerte sino puro sabor. O, como a veces les digo, "the best comfort food in D.F."
Tengo años comiendo pambazos aquí, pero por un par de días no me acordaba cómo fue que los conocí. Anduve rarón, buscando en mi boca la sensación inicial de este platillo que a un desconocedor --la neta-- le puede parecer medio asqueroso.
¿Fue en el Centro? ¿En la Guerrero? ¿En la Portales? ¿O ni por aquí, y mi memoria me falla? Ayer me llegaron las vagas imágenes de cómo y cuándo fue... y no'mbre, con razón no me acordaba: fue una noche que por poco no sobrevivo.
Les cuento: Tenía un cuate, que desde luego le perdí la pista, que conocí por parte de la Señorita Vodka en las épocas en que cantineabamos duro y harto, al principio de la última gran recesión. Una noche nos invitó este tal Memo a chupar y fumar en su casa en el norte, arriba del Circuito Interior, y como yo andaba de periquillo sarniento, me lancé por la línea amarilla a la Colonia Valle Gómez.
Sacamos las caguamas, las papitas, creo que un tequila o un whiskey, y nos pusimos a escuchar cumbias de mp3 conectadas a la tele. Todo bonito. Luego, a Memo se lo ocurrió que saliéramos a las "casitas" del barrio donde tocas y te venden un toque. Memo los conocía a todos. Dos o tres veces, nos pasaban a unas salas oscuras pero acogedoras, y ahí nos servían unas madres que a final de cuentas fueron cigarros de coca. O sea, crack.
Por tener la rabia de la noche, tomas decisiones que son inspiradas o totalmente estupidas. En esos momentos, cómo disfrutaba andando a las tres o cuatro de la madrugada a casas vende-drogas por un barrio arriba del Circuito que no conocía, metiéndome pura mierda. Inspirado y estúpido, el efecto en muchos casos es igual. Conoces lo nuevo de ti o del mundo. En este caso, conocí el pambazo de México.
Los perros de la calle ladraban. La noche se había puesto fría. En algún punto, necesitabamos comida. La mujer de Memo fue con la señora de la esquina y trajo el primer pambazo que vi en mi vida. "¿Qué. Es. Eso?"
Todos soltaron una risa. Hahaha --y a la boca—. Y así es como la vida toma sus ejes, ¿no?
Al día siguiente, y en días que pasaron después, pase la peor cruda de mi vida. Peor. (Say no to crack, amigos.) Pero pasó. Así fue. Y ahora conocía lo que era el pambazo.
El pambazo, como ya lo sabrán ustedes, es como una torta ahogada chilanga, por decirlo de una manera cruda. (¡No quiero se me echen encima los tapatíos!)
Es tradicionalmente hecho con el pan pambazo, que es relacionado al bolillo, y tradicionalmente contiene papas con chorizo por dentro, aunque variaciones existen y se practican por todos lados. Se fríe. Con el aceite, la salsa guajillo se fusiona con el pan y con las papas con chorizo. Aparte, se le echa lechuga, crema y queso fresco.
Lo más destacado de este platillo es el uso generoso de salsa de chile guajillo que une tanto el contenido como el soporte de la torta. Así es, el pambazo está mojado en esta salsa en todas las etapas de su preparación: principio, intermedio, y a veces momentos antes de consumir. ¿Cómo no lo puedo querer?
Con Abuelta Marthita, una receta para unos pambazos "bien mexicanotes".
Calientitos, suavecitos, y a veces mal hechos, he comido pambazos en las esquinas más tristes que he conocido en la Ciudad de México. Y también en las más hospitalarias, en barrios donde la gente guarda ese orgullo natural, duro, fiel. De noche, de día, o de mañana, el pambazo me consuela. Y aún mejor, me llena.
Últimamente, me he enamorado del pambazo que sirven los fines de semana en un puesto que se pone por la placita de la Romita. Con una Coca Cola bien fría, es la perfección. Tanto me he obsesionado, que en estas fiestas patrias nos inventamos uno en casa. Este es el relato del resultado.
"La Normis", mi jefa que vino de visita a la ciudad (muy patriótica, la señora), preparó una salsa guajillo en casa. Esa fue la parte más complicada y en realidad ni puse mucha atención; no tenía ni las ganas ni el tiempo para preparar chorizo con papas. Entonces, muy a lo norteño, improvisamos de esta forma: en el mercado, mi amá buscó y buscó hasta encontrar un puesto que tenía chilorio enlatado de Culiacán, Sinaloa (carita la lata, por cierto). Yo fui por los bolillos.
No teníamos nada de experiencia con el proceso de elaborar un pambazo. El primer intento salió bastante aguado y deprimente. En el segundo intento, al chorilio le agregamos cebolla y, sí, papa picada. Hmmm. En este punto, con pena, le informé a mi madre que ya no estabamos hablando de un pambazo, literalmente viéndolo. Como con Abuelita Marthita, también nos faltaba lechuga. Pero bueno, estaba rico la cosa de cualquier forma. Hicimos cuatro.
Este jueves, en el bajón post-fiesta, noté que en el refri quedada un poco de la carne. En una sartén quedaba un poco de la salsa. Y en una bolsa escondida, quedaba un bolillo. El pan aún no se había endurecido.
Regresé la salsa a la estufa y me puse a tostar el bolillo en un comal. Luego, al baño rojo. Luego la carne con papa. Luego el queso.
Entonces sí se puede.